Edmund Tarbell

Si deseas comprender la vida, deja de creer lo que la gente dice y escribe y, por el contrario, observa y piensa. (Anton Chéjov)
La vida es fascinante, sólo hay que mirarla a través de las gafas correctas. (Alexandre Dumas)
Es curioso que la vida, cuanto más vacía es, más pesa. (León Daudi)


sábado, 31 de marzo de 2007

NOCHES DE INCIENSO Y LÁGRIMAS













Inmersa entre un gentío enardecido
prendido de un ardor arraigado a esta tierra andaluza
que imprime carácter,
siento cómo se disuelven las nubes
del tiempo ante mis ojos.

¡Qué recuerdos de la niñez! ¡Qué sensaciones perdidas!
Aquella rancia familia de porte autoritario y de moral tan estricta.
Aquella vieja mansión tan austera, tan insigne, tan fría.
Aquella educación tan sectaria deformando mi visión sobre la vida.
¡Ya dejaste de ser niña te has convertido en mujer!
Me anunciaron al cumplir los once años.
Cómo me sobrecogió aquel entorno en penumbra.
Aquel silencio afligido cargado de carraspeo, de rumor, de letanías.
El chispear de los cirios dándome la sensación,
de que bajo las purpúreas telas cada santo se movía.
¡Cuán penosos fueron aquellos ejercicios espirituales “para señoritas”
que en edad tan temprana me obligaron hacer!

¡Jesús cargó con la cruz solamente por salvaros!
¡Ahí está! ¡Miradlo! ¡Clavado en una cruz abandonado!
Gritaba el sacerdote enardecido.
¡Morid al mundo hijas! ¡A las malas pasiones! ¡Al desenfreno!
Cómo era arrasado mi corazón por el fuego divino,
como también vencida por llama destructora.
¡Oh! cuánto temblaba mi alma acongojada y confundida.

Dobladas las rodillas, temerosa, con las manos enlazadas
y el corazón asfixiado en plena primavera,
entonaba el lamento cual beso a las estrellas:
Perdón ¡Oh Dios mío! Perdón y clemencia,
perdón e indulgencia, perdón y piedad
¡Con qué sensación de inmunda pecadora abandonaba el templo!
No sólo me sentía abatida fea y sola,
sino también maldita como el mismo demonio

Acurrucada en aquellas madrugadas enmarcadas de palios doloridos,
de bullicio, algazara y llanto enmudecido,
presenciaba silenciosa el paso del Santo Sepulcro.
Cómo me cautivaba su misterio,
su abandono sobre el catafalco.
Entonces sentía frío y tiritaba conmovida
en aquellas noches oscuras de Viernes Santo.
Noches en las que el drama de Cristo muerto
Me calaba tan hondo en el alma.

Maite García Romero

4 comentarios:

Emilio dijo...

¿Qué nos hace sentir la Semana Sasnta?... dolor, tristeza, pecado, Cristo muerto, Cristo sufriendo, ¿¿pues no es cierto que la muerte es un despertar y una vuelta a Casa???...Porqué nos recreamos en el dolor?, si justamente habría que celebrar más la alegría de su Resurreción!.
Como siempre Maite, has descrito con toda la esencia, el ambiente que se vivía en aquelos tiempos. Me ha encantado, y me has hecho revivir también mi infancia, que aunque distinta estaba también llena de miedo a Dios.

Josefina dijo...

Maite, te he encontrado... paseaba con pocas esperanzas de poder hacer chispear mi corazón y, te he encontrado... Me gustan tus relatos y tus poemas de este Cuartito maravilloso de tu intimidad, me he sentido bien, confiada y hasta comprendida en mi búsqueda de silencio y meditación...
Me gustaría escribir un libro; te lo digo cuando seguro soy mayor que tu, pero siempre ha sido como un sueño irrealizado.
Disculpa tanta sinceridad, pero es que soy así desde siempre y ahora, ¿voy a cambiar ahora? ¿Para qué? ¿Por qué?
Un abrazo.

Paco dijo...

Maite, esa época todos la sufrímos. Nos trataron de inculcar la religión del terror y del temor, en vez de hacernos ver a ese Dios de amor, de esperanza en una vida mejor, de comprensión y de ayuda a lo mas desfavorecidos. Era la época de los ejercicios espirituales de S. ignacio, etc.etc.Todo era pecado. Todo condena al fuego eterno. etc. etc. Besos Paco.

al.alba dijo...

En el colegio de monjas donde estaba interna, me inculcaban eso ... lo mismo que a vosotros. Sufrimiento y mortificación. No sé por qué nunca apenas me caló y en cuanto llegaba a Málaga de vacaciones, la Semana Santa se convertía en salidas y fiesta para ir a ver a la Zamarrilla y oír de nuevo la historia del ladrón que se escondió bajo su manto, el relato del preso y el Rico, C/ Carretería con el suelo alfombrado de cáscaras de pipas y el chicle "bazoka" (¡qué chicle!).
Si podíamos, íbamos a Carretería porque allí, se oían muchas y buenas saetas de las que salen del alma. Todas pedían que acabara el sufrimiento y ninguna decía que había que mortificarse y rezar más todavía.

Si acaso, me acordaba de dios y de la virgen para pedirles que a los legionarios les tocara cantar cerca de donde nosotros estábamos.

Soñaba, con hacerme mayor para poder ver algún encierro y a la Esperanza en la calle, que salía entonces muy tarde.

Esa forma de sentir la Semana Santa y a la Iglesia, casi en su totalidad se la debo a mi abuela. Una gran mujer del bando republicano, que tuvo que aguantar y sufrir, a la nunca pudieron someter.
Tanto al aparato como a la iglesia, hasta el final los llamó "esta gente". Siento mucho que no pudiese ver ninguna de las leyes de reconocimiento para los que cayeron en la tapia del cementerio de San Rafael.

La infancia, para sus nietos no fue mortificación para ser solidarios con dios y su dolor, si no con el dolor de los demás. De los otros que estaban a nuestro alrededor. Y la Semana Santa, una expresión del Arte del Pueblo, que en la medida de lo posible, no nos debíamos perder porque cada año era diferente.